Entrar diariamente, y sin miedo, en la jaula de los leones, que es el planeta, requiere entereza y seguridad. Requiere valor, requiere saber donde estás y como moverte. Y, sobre todo, requiere tomarse una taza interior de adrenalina – la droga más legalizada y fácil de conseguir pues la produce nuestro propio cuerpo – que nos permita estar atentos y, a la vez, sentir que tenemos detrás de nosotros todo un mundo de energía que nos permite afrontar lo que nos echen. Dicen que, en las batallas, no hay tiempo para pensar, solo para ejecutar la tarea de la supervivencia. En las guerras las enfermedades bajan y la Primavera ni se nota. Es más, se aguantan los inviernos y las heladas como si el clima fuera el de una playa tropical. ¿Hambre? ¿Qué es eso? ¿Sed? Nada, hombre, nada, se aguanta perfectamente ¿Dolor físico? Pues no hay problema: incluso con una bala a la altura del corazón te arrastras hasta el refugio más cercano. Pero no, no se trata de ese tipo de guerras: se trata de la vida, de nuestra vida diaria, con picos y valles, con conflictos interiores y exteriores. En esa vida, la adrenalina no es un peligro: es una compañera fiel que nos empuja a arrostrar los problemas como si no lo fueran, que nos dice: “Amigo, o te levantas...o te has caído con todo el equipo” Y claro, si uno no es del todo tonto, sabe que, el equipo – impedimenta se llamaba en latín al tema y aún en alguna lengua romance – termina por hundirte, por muy bien que nades, si no sabes desprenderte de él y llegar a la orilla. Esa orilla que, normalmente, a pesar del esfuerzo realizado para alcanzarla, no te permite descansar del todo. Porque en ella se asienta el circo y tu puesto no lo decides tú, sino el dueño de la carpa. Y, como se empeñe en que te toca hacer de domador…o de payaso, lo tienes claro. A hacer la función, que hay que ganarse el sustento. No queda otra.
Emilio Porta