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domingo, 4 de julio de 2010

ORZEÁN

“Nunca pensé que tendría que elegir entre vida personal y literatura, entre vida personal y comunicación”

Las celdas del monasterio son cálidas, porque dan calor y albergue al alma, la retienen y le dan espacio. Qué gran compañero es el silencio, qué gran compañera es la soledad. Cada mañana el sol entra callado por la pequeña ventana que da al huerto. Un huerto cuidado por los escasos monjes que aún quedan en este lugar, recóndito y perdido, de la montaña del pirineo navarro.

Mi padre siempre quiso entregarse a la vida contemplativa: “Sólo puedes encontrarte a ti mismo cuando has eliminado de tu vida el ruido, cuando puedes escuchar el silencio” El había estado rodeado toda su vida por ese ruido, ruido de voces y batallas, de normas y obligaciones, de deseos incumplidos, incluso el ruido de la vecindad, de la apariencia de amor y amistad. Murió sin haber cumplido su mayor deseo: ser monje. Sólo pudo ser soldado, al fin y al cabo como la mayoría de nosotros: soldado de la vida.

Sin embargo yo me he escapado a este lugar sin límites, a este recinto de piedra e historia, donde las aves saludan la claridad y la luna sella e ilumina la atmosfera en las noches. Me he escapado del ruido y solo escucho el rumor del aire, el rumor de una cascada penitente, del agua que discurre en caída salvando otra Caída, purificando los pecados de la Naturaleza, mayores, sin duda, que los del Hombre. Estoy en Orzeán, nombre de un monasterio que no está en los mapas. Un monasterio del Norte, escondido de las visitas de los que no buscan en su interior. Un lugar lleno de leyendas pero que se alimenta de la seguridad de la búsqueda, que se edifica con los sueños y las esperanzas. Cualquiera diría que es un lugar de huida. Y sí, lo es. Un lugar donde nada ni nadie llega. Sólo aquello y aquellos que llevas en la memoria, lo que permanece en la difusa y concreta memoria de los recuerdos.

Orzeán es un lugar donde la temperatura es siempre la deseada. Hay, cada mañana, una ligera brisa que acompaña al sol. Y, cada tarde, una ligera llovizna que se desprende de las nubes. El clima cambia según lo miras, según lo vas haciendo tuyo, según te pertenece. No se como he llegado hasta aquí...¿Me dejó caer un pájaro en un sueño? ¿Me aferré a su existencia cuando estaba a punto de dormir en la Nada? Orzeán es un lugar donde nada se explica, nada se recurre ni se lamenta. Quizás es la antesala del Paraíso, o es el Paraíso mismo. Dicen las inscripciones del Libro de Horas que es lugar de irás, mas del que nunca regresas. Pero mi mente es fuerte y se que podré volver al camino anterior con sólo desearlo. Aunque el deseo sea una batiente contra la que hay que probar las intenciones. Tendré que volver, sin duda, tendré que volver. Salir de mi pequeña celda luminosa, de las estrechas pero amplias paredes de mi celda, para regresar al mundo. Sólo porque desearé comunicar estos escritos para que no habiten únicamente en ese interior que ahora mezclo y difumino con el exterior.

En Orzeán no hay luz eléctrica y estas notas y reflexiones necesitarán el archivo de la permanencia, la frágil permanencia de una carpeta de ordenador. Permanencia, qué extraña palabra para quien está de paso. Qué extraño anhelo de una Humanidad que se va, que se está yendo siempre, que jamás se queda. Y que jamás se quedó, pues la conciencia - la consciencia - es nuestra única seña de identidad y se pierde en la disolución y el vacío cuando abandonamos - o nos abandona - la existencia. No, se que no me quedaré siempre en Orzeán pues llegaría a perder la razón, como le ocurrió a Wittgesntein cuando se aisló del mundo.

En un arco a la entrada al monasterio hay una frase grabada en la piedra: “Ora et labora”. Ora es el pensamiento, labora es la escritura. Yo ahora sigo esta máxima de Orzeán, la regla de la orden de San Benito que levantó sus muros: trabajo y rezo. No a ningún dios, sino al misterio y la esperanza. Y trato de alejar la amargura de la incomprensión y las sombras que, fuera de aquí, consumen nuestras vidas.