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viernes, 21 de junio de 2013


BANDERAS ROTAS

No sé cómo ni cuándo habían acabado todas mis batallas. Tampoco sé cómo he llegado hasta aquí. La Plaza Roja de Moscú luce en todo su esplendor. No es el 17 de Octubre, el Aniversario de la Revolución, ni la conmemoración del nacimiento de Lenin. Es, simplemente, Navidad. La gran galería comercial que da al centro de la Plaza está llena de luces y estrellas intermitentes y la catedral de San Basilio muestra toda la belleza  de sus cúpulas orientales. Una enorme variedad de gente pasea por este gran trapecio a cuya espalda está el Kremlin. Y la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de Kazán deja ver la inmensa congregación de fieles en sus oficios. Hace un frío helador y una fina capa de nieve cubre los tejados. En eso nada ha cambiado. Tampoco en la música que se escucha por los altavoces, Katyusha, solo que ahora mezclada con villancicos y un peculiar Noche de Paz tocado al acordeón. La gente pasea confiada y compra regalos. Todos vienen y van con sus cajas envueltas en papel dorado con campanitas y trineos, o de colores vivos con otros adornos propios de la época. Todo es un inmenso mosaico de sonrisas e ilusiones alrededor del mausoleo de Vladimir Ilich, mezclado ahora con iconos de vírgenes de culto renacido. Pero yo me mantengo fiel a mis convicciones. No se estila, están arrumbadas en un pasado del que nadie se reconoce ahora hijo, aunque lo sean, todos lo somos. Hijos de la Revolución, del mayor hito vivido en el siglo XX, hijos de los sueños y de esa cultura que aprendimos a conocer y amar. Mi Rusia… mi Rusia sigue viva. Ellos no lo saben, pero detrás de sus celebraciones está la sangre generosamente derramada de los que cayeron en Stalingrado y, antes, en todas las fronteras de nuestra amada tierra. Ellos tampoco saben que el mayor intento de justicia universal que una vez hubo sale del corazón de ese himno que solo algunos nostálgicos cantamos, esa Internacional que hablaba de levantarse a los parias de la Tierra, a los que nada tenían, salvo su destino de miseria y  muerte.
Yo ya no tengo más que años encima. Y mi gorra y mis insignias viejas. Esas hoces metálicas y esos martillos cruzados que todavía luzco orgulloso en la solapa mientras vendo banderas y signos de otro tiempo en estos días que ellos llaman de la Rusia libre. Sí, yo también soy libre aquí. Puedo vender mi memoria, mis recuerdos guardados en esta caja de madera, mis medallas oxidadas que la gente compra como souvenirs, como si la efigie de Stalin fuera la de un muñeco, y pensando que "el padrecito" fue igual de cruel y malvado que Hitler. La gente joven tiene ahora su visión de la Historia. Yo sé que se equivocó, que su modo de actuar, después de salvar a nuestra Unión Soviética e impedir la destrucción de Europa, no fue aceptable, pues las muertes y los daños a inocentes nunca pueden serlo. Pero quiero creer que no es lo mismo. Necesito creer que no es igual un asesino de judíos que un iluminado que busca el paraíso en la Tierra para las generaciones futuras. No, no soy de Stalin, nunca lo fui, pero fui y sigo siendo marxista-leninista. Sé que soy de un tiempo atrás, de un tiempo casi olvidado. Soy de los que creen que Cuba no es un terrible error, de los que piensan que ahora China es una esperanza para el futuro porque Mao hizo la Gran Marcha y consiguió que ningún ser humano que naciera en aquel país muriera, como antes ocurría, de inanición. Que era necesario tener arroz, saciar el hambre y dar instrucción a todos, antes que hablar de libertad, de falsa libertad formal...

- Esa insignia plateada… ¿cuánto cuesta?
- Diez rublos, señor…

No, no soy un nostálgico, ni estoy ciego. Estamos bien así. La mayoría quería volver a rezar a sus ídolos, cantar en las misas del gallo, poner cirios a San Nicolás, está bien así. Los coches de lujo, cierto es, también los tenían los jerarcas del partido. Y no había esta alegría, no. Cierto es. Pero a mí me queda ya poco de vida. Y mi memoria aún sigue fuerte y estoy mayor para cambiar de causa. La mía está perdida para siempre. Pero nos hizo soñar.

- ¿Y esa otra?
Diez rublos, señor, diez rublos también...