(LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN)
No sé cómo ni cuando habían acabado todas mis batallas. Tampoco sé cómo he llegado hasta aquí. La Plaza Roja de Moscú luce en todo su esplendor. No es el 17 de Octubre, el Aniversario de la Revolución, ni la conmemoración del nacimiento de Lenin. Es, simplemente, Navidad. La gran galería comercial que da al centro de la Plaza está llena de luces y estrellas intermitentes y la catedral de San Basilio muestra todo el esplendor de sus cúpulas orientales. Una enorme afluencia de gente pasea por este gran trapecio a cuya espalda está el Kremlin. Y la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de Kazán deja ver la inmensa congregación de fieles en sus oficios. Hace frío, helor, y una fina capa de nieve cubre los tejados. En eso nada ha cambiado. Tampoco en la música que se escucha por los altavoces, Katyusha, solo que ahora mezclada con villancicos y un peculiar Noche de Paz, tocado al acordeón. La gente pasea confiada y compra regalos. Todos vienen y van con sus cajas envueltas en papel dorado con campanitas y trineos o de colores vivos con otros adornos propios de la época. Todo es un inmenso mosaico de sonrisas e ilusiones alrededor de la tumba de Vladimir Ilich, mezclada ahora con iconos de Vírgenes de culto renacido. Pero yo me mantengo fiel a mis convicciones. No se estila, están arrumbadas en un pasado del que nadie se reconoce ahora hijo, aunque lo son, todos lo somos. Hijos de la Revolución, del mayor hito vivido en siglo XX, hijos de los sueños y de la cultura que aprendieron a conocer y a amar. Mi Rusia…mi Rusia sigue viva. Ellos no lo saben pero detrás de sus celebraciones está la sangre generosamente derramada de los que cayeron en Stalingrado y antes en todas las fronteras de nuestra amada tierra. Ellos tampoco saben que el mayor intento de justicia universal sale del corazón de ese himno que solo algunos nostálgicos cantamos, esa Internacional que hablaba de levantarse a los parias de la Tierra, a los que nada tenían salvo su destino de miseria y muerte.
Yo ya no tengo más que años encima. Y mi gorra y mis insignias viejas. Esas hoces metálicas y esos martillos cruzados que todavía luzco orgulloso en la solapa mientras vendo banderas y signos de otro tiempo en estos días que ellos llaman de la Rusia libre. Sí, yo también soy libre aquí. Puedo vender mi memoria, mis recuerdos guardados en esta caja de madera, mis medallas oxidadas que la gente compra como souvenirs, como si la efigie de Stalin fuera la de un muñeco y pensando que el padrecito fue igual de cruel y malvado que Hitler. La gente tiene ahora su visión de la Historia. Yo sé que se equivocó, que su modo de actuar después de salvar a nuestra Unión Soviética e impedir la destrucción de Europa no fue aceptable porque las muertes de inocentes nunca lo son. Pero no es lo mismo. No es lo mismo un asesino de judíos que un iluminado que busca el paraíso en la Tierra para las generaciones futuras. No, no soy de Stalin, nunca lo fui, pero fui y sigo siendo marxista-leninista. Soy de tiempo atrás. De los que creen que Cuba no es un terrible error, de los que saben que China es una esperanza para el futuro porque Mao hizo la Gran Marcha y consiguió que ningún ser humano que naciera en ese país muriera, como antes ocurría, de inanición. Arroz y saciar el hambre antes que libertad, y luego instrucción para todos.
- Esa insignia plateada…¿cuánto cuesta?
- Diez rublos, señor…
No, no soy un nostálgico, ni estoy ciego. Estamos bien así. La mayoría quería volver a rezar a sus ídolos. Quería cantar en las misas del gallo, poner cirios a San Nicolás. Está bien así. Los coches de lujo, cierto es, también los tenían los jerarcas del partido.Y no había esta alegría, no, cierto es. Pero a mí me queda ya poco de vida. Y mi memoria aún sigue fuerte y ya estoy mayor para cambiar de causa. La mía está perdida para siempre. Pero nos hizo soñar.
- ¿Y esa otra?
- Diez rublos, señor, diez rublos también.
Este relato ganó un pequeño concurso semanal en un lugar especialmente querido para mí en la red. El tema era "Las causas perdidas", un tema que me apasiona. Porque, finalmente, todos somos perdedores, aunque ganemos. Decía un buen amigo que no hay nada como, cuando se tiene eso que llamamos algún pequeño éxito, mirarse al espejo y ver que, reflejada, está la imagen de un triunfador cuya derrota final es la muerte. En cualquier caso este relato va más allá de todo eso. Está escrito desde la emoción y a mí, de entre tantas cosas que he escrito, ésta es una de las que me llega especialmente.
ResponderEliminarPor cierto, algunos amig@s me han preguntado cual es el modo más sencillo de acceder a mi otro blog. Pues el más sencillo, para los que vean esta nota, es pinchar en la foto en la que aparezco en la puerta del café en que escribió Pessoa durante tantos años, el café A Brasileira de Lisboa, que està colocada a la derecha, debajo, a su vez, de la foto de la librería de la entrada de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. De paso comento de donde son esas dos fotos.
ResponderEliminarQué gran relato.. cuanto más lo leo, más me gusta. Transmite tantas ideas como seas capaz de extraer, en cada lectura, varias.
ResponderEliminarUn abrazo, Emilio.
Emilio, tod@ sabemos que un mismo texto, dependiendo de cada lector, puede tener distintas interpretaciones, pero conseguir, como lo has hecho tú, que cada vez que lo leas descubramos nuevas cosas es extraordinario. Carmen lo ha señalado y yo lo ratifico.
ResponderEliminarHas insertado, con mimo y oficio, múltiples hilos sobre la urdimbre de la vida de este personaje tan entrañable, para ofrecernos un tapiz emotivo y hermoso.
“Pero a mí me queda ya poco de vida. Y mi memoria aún sigue fuerte y ya estoy mayor para cambiar de causa. La mía está perdida para siempre. Pero nos hizo soñar.”
Una gran lección de Historia y, sobre todo, de vida y dignidad. Enhorabuena.
Besos y abrazos.
Gracias, Carmen, sí, yo creo el relato tiene algunos valores humanos y nos hace sentir y pensar, eso me ocurre a mi al menos. Por eso siento por él un afecto especial, si se puede tener afecto por un escrito, que supongo que sí. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminar"Descubrir cada vez cosas nuevas cada vez que se lee un texto"...gracias compañera, si eso, para ti, es verdad, ya merece la pena haber escrito éste. Todo texto debe siempre provocar - este es mi modo de ver la Literatura - al menos un pensamiento, una reflexión, debe descubrirnos algo. Así que solo puedo agradecerte profundamente lo que dices de este relato al que, en confianza, yo llamo el del "rusico" :-) y que termina por ser, eso parece, un personaje entrañable, como tú dices. Bueno la Historia es el marco y nunca somos ajenos a ella. De alguna manera nos envuelve y arropa la memoria. Besos y abrazos de vuelta :-)
ResponderEliminarEste rojo, que diría la condesa de Aguilar y Campeche, parece un hombre de corazón empático.
ResponderEliminarEs un ser humano fuera del mundo en el que vive, alguien en el mismo centro de la verdad, que es el margen.
Las almas, como las rosas, florecen en los lugares más insospechados.
Me gusta.
Iacob
Es un honor y una enorme alegría, señor Iacob Shilenuss, que un escritor de su nivel se acerque hasta aquí...y deje huella. Sí, yo creo que este "rusico" es un alma pura, uno de esos hombres a los que la vida no les ha dado lo que soñaban, pero que se mantienen fieles a sus creencias y sus sueños ( no les queda otra cosa) más allá de la realidad. Llegado a este punto, las creencias y las nostalgias se confunden...y carecen de importancia. Al lado solo nos queda el perdedor que nos conmueve. Sí, usted lo ha visto muy bien. Hasta la mirada de la Condesa de Aguilar y Campeche se habría vuelto hacía él con amor y humanidad. Gracias por el comentario, gracias por viajar hasta aquí.
ResponderEliminarLas causas perdidas siempre son las más hermosas. Porque pertenecen al mundo de los sueños. Pertenecen al intento y a la lucha y solo tienen la recompensa del esfuerzo por conseguir alcanzar esos sueños, a veces tan en contra de lo que vemos y nos rodea. Tienen, además, el consuelo de la honestidad y de saber que el egoísmo no es el único motor del ser humano. Uno desea seguir avanzando en la reflexión porque solo pensando y sintiendo a la vez el camino se hace llevadero. Llegar, finalmente, a la meta última con la carga única del olvido de la pertenencia a una Humanidad perdida en sus valores y anhelos seguramente sería un triste bagaje. Aún así, la mayoría de los seres humanos se quedan con sus sueños entre las manos y solo unos pocos afortunados pueden mirar atrás, sonreír y decir: "Mereció la pena haber vivido".
ResponderEliminarQue, al menos, en nuestro interior, esa sensación nos acompañe. Hay que mirar más allá, hay que mirar siempre un poco más allá. Con sensibilidad e inteligencia. Con la mente y, siempre, con el corazón. Que buena cosa cuando ambos van unidos.